Capítulo 2: Regreso al hogar

Esta entrada es la parte 3 de 16 de la serie El Espejo de los Secretos
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Última actualización el 16 de septiembre de 2024 por ATM

El camino de regreso a la casa de su infancia fue más largo de lo que Roberto había anticipado, no en distancia, sino en la carga emocional que cada kilómetro agregaba a su ya atribulado corazón. La casa había sido vendida años atrás, pero ahora que la había recuperado, sentía que los recuerdos, enterrados pero no olvidados, lo atraían de nuevo. Era como si el pasado hubiera estado esperando pacientemente su regreso, y ahora no tenía otra opción más que enfrentarlo.

Cuando finalmente llegó, el crepúsculo envolvía la casa en sombras alargadas. Las nubes pesadas y grises que amenazaban con una tormenta parecían inmóviles en el cielo, creando un ambiente de inquietud. La casa, tal como la recordaba, se alzaba solitaria en el borde de un bosque denso. Las ventanas, rotas en algunas partes, reflejaban la luz del ocaso con una frialdad que hacía que su piel se erizara. Parecía más pequeña de lo que recordaba, pero más intimidante, como si hubiera estado esperando algo.

Roberto se quedó un momento en el umbral, respirando profundamente el aire cargado de humedad. Recordó su infancia en esas paredes, los juegos inocentes que rápidamente se transformaban en pesadillas. Su madre había sido la primera en notar los cambios en la casa: puertas que se cerraban sin motivo, objetos que desaparecían solo para reaparecer en lugares imposibles, susurros en las noches que parecían provenir de las mismas paredes.

Finalmente, armándose de valor, giró la llave en la cerradura. El clic resonó en el silencio como una señal, y la puerta se abrió con un gemido largo y doloroso, como si no hubiera sido usado en años. El interior estaba oscuro y helado, el aire pesado con el olor del moho y la madera vieja. Entró y cerró la puerta detrás de él, el sonido del golpe reverberando por toda la casa.

La primera habitación que recorrió fue la sala de estar. Allí, las cortinas raídas colgaban sobre las ventanas, dejando apenas entrar la luz tenue del exterior. Los muebles, cubiertos con sábanas polvorientas, se perfilaban como fantasmas del pasado. Mientras caminaba lentamente, el crujido del suelo de madera bajo sus pies parecía responderle, como si la casa lo reconociera y le diera la bienvenida.

Roberto pasó su mano por encima de una mesa, levantando una nube de polvo. Algo le llamó la atención: una vieja fotografía enmarcada, ligeramente descolorida, descansaba sobre la repisa de la chimenea. La imagen mostraba a su madre ya él, mucho más joven, junto a una figura difusa que él no recordaba. Al inclinarla hacia la luz, notó que la figura estaba situada en la entrada del desván, con algo en la mano que no lograba identificar. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Por qué no recordaba a esa persona?

Dejó la foto en su lugar, su corazón latiendo más rápido a medida que los recuerdos de su infancia regresaron a él con más claridad, recordándole que las noches en esa casa siempre habían estado llenas de cosas que no podían explicarse.

Al salir de la sala, un ruido sordo resonó desde la cocina. Un golpe seco, como si algo pesado hubiera caído al suelo. Roberto se detuvo en seco, su respiración atrapada en su garganta. No esperaba que la casa estuviera completamente vacía, pero sabía que no había nadie más allí… ¿o sí?

Con una creciente sensación de inquietud, se dirigió hacia la cocina, sus pasos resonando en el pasillo. Al llegar, la escena que encontró lo quedó paralizado: todos los cajones de la alacena estaban abiertos, y los utensilios de cocina estaban esparcidos por el suelo. Los cuchillos se encontraron alineados en fila, apuntando hacia la puerta por la que había entrado, como si le dieran la bienvenida de una forma retorcida.

Cerró los ojos, tratando de calmar su mente. No había explicación lógica para lo que estaba viendo, pero lo había visto antes, en su niñez. Entonces también, los cajones y puertas se abrirían solos, pero su madre siempre lo calmaba, diciéndole que no debía tener miedo. Ahora, sin embargo, sin nadie que lo protegiera, el miedo empezaba a infiltrarse en su determinación.

De pronto, un sonido bajo, como el de una voz que apenas puede ser escuchada, le llegó desde el fondo del pasillo. Eran palabras ininteligibles, arrastradas por el viento que entraba por una ventana rota. Roberto no se movió, no inmediatamente. Sabía que lo que escuchaba no era producto de su imaginación, pero aún no podía permitirse ceder al pánico. “Es solo el viento”, se dijo, aunque su voz interna no sonaba convencida.

Se giró para regresar al salón, decidido a ir al desván lo antes posible, pero al dar el primer paso, la puerta de la cocina se cerró de golpe tras él, con tal fuerza que hizo temblar los marcos de las ventanas. Roberto se quedó helado, el sonido aún resonando en sus oídos. Sabía que esto no era un simple juego de corrientes de aire. La casa estaba viva, y estaba tratando de comunicarse con él.

El espejo en la pared del pasillo reflejaba un destello de movimiento. Algo se movía detrás de él. Se giró rápidamente, pero no había nada. La sensación de ser observado, sin embargo, era innegable. Volvió a mirar el espejo, notando que la sombra en su reflejo parecía estar más cerca de lo que debería. Era solo una sombra, un contorno vago, pero su presencia era palpable.

“No estoy solo”, susurró para sí mismo, con una mezcla de miedo y aceptación. Desde que había entrado en esa casa, una parte de él sabía que este encuentro era inevitable.

Finalmente, respirando profundamente para calmarse, Roberto caminó hacia las escaleras que llevaban al desván. El pasillo era más largo de lo que recordaba, y con cada paso, las luces parpadeaban, como si algo estuviera interfiriéndose con la electricidad. Cuando alcanzó el primer escalón, sintió que la temperatura descendía bruscamente. El frío era antinatural, casi doloroso.

Subió los escalones uno a uno, cada crujido bajo sus pies parecía multiplicarse en el silencio opresivo. Cuando llegó a la puerta del desván, se detuvo, sintiendo un peso invisible en su pecho. La última vez que había estado en ese lugar era un niño, aterrado por lo que podría encontrar. Pero ahora, debía enfrentarlo.

Con manos temblorosas, giró el pomo y abrió la puerta. La oscuridad lo recibió, densa y casi tangible. Se armó de valor y subió la linterna, iluminando el polvo que danzaba en el aire. Frente a él, las cajas viejas y muebles cubiertos con sábanas se perfilaban como figuras grotescas.

El desván estaba tal como lo recordaba, pero había algo más. En el centro de la habitación, sobre una mesa cubierta de polvo, descansaba un objeto que no reconocía: un espejo, pequeño y antiguo, con un marco decorado con intrincados grabados. No recordaba haber visto ese espejo antes, pero algo en él lo atraía.

Roberto dio un paso hacia el espejo, y de pronto, la puerta del desván se cerró tras él con un golpe seco. La linterna parpadeó y las sombras en el espejo se movieron de forma inquietante. Roberto sabía que estaba a punto de descubrir algo que cambiaría su vida para siempre.

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